Con ella [microrrelatos ilustrados #1]

Su presencia imponía. Llevaba un tiempo aparcada en este lugar. Los hombres a los que se había acercado conocían muy pocos detalles de su vida. Los demás, sólo sabían de su existencia. A ellos nunca les importó lo que hubiera dentro de su cabeza, simplemente la deseaban. Sin embargo, por muy idiotas que fueran, sabían apreciar la fuerza que trasmitía compartir un instante junto a ella.

Siempre andaba de un sitio para otro, ajustándose como un guante de cuero a cada nuevo lugar. En poco tiempo, daba la impresión de haber nacido allí mismo. Después, quebraba la pequeña armonía, imponiendo sus normas, hasta gastar el lugar. Llegado ese punto, cuando el aburrimiento la acechaba, se alejaba sin decir adiós y nunca más regresaba, dejándolos marcados.

Jugaba con unos y otros, usándolos a su antojo, mientras aprendía cada vez más sobre la vida. Con ella nunca sabías lo que sucedería al día siguiente. Una cosa era segura, no parecía tener un plan. El momento era ahora; no había una línea que seguir, un objetivo, o algo parecido. Aún así, siempre tuvo el control de la situación. Si algún día descubriera que en realidad había un plan, no tendría valor para hablar más de ella.

A estas alturas he de confesar que si conozco detalles de su vida se debe a cierta ocasión que vivimos juntos. Después de una noche salvaje, la sorprendí con una conversación. Ella no esperaba este tipo de situaciones, pero yo ansiaba saber lo que había en su cabeza; admito que fue una de las razones por las que me acerqué. Permitidme añadir que nos portamos bien el uno con el otro, aunque ya no podamos saludarnos.

Su madre no invirtió en educarla. La infancia transcurrió delante del pequeño televisor de 14 pulgadas. Ambas compartían un breve tiempo cada tarde, cuando su madre regresaba exhausta de cocinar para camioneros, y se evadía descansando sus huesos en el sofá con culebrones baratos. Fue así como a sus ocho años, la pequeña contempló aquella peculiar escena. «Yo no quiero un santo, quiero un hombre», escuchó de los labios de una bella actriz venezolana, que justificaba su amor por un latino bastante mujeriego. Ese instante marcaría el resto de su vida.

A él lo encontró una fría noche de marzo, haciendo que todo se detuviera. En realidad, aquel hombre nunca había destacado en nada, siempre tuvo rango de aprendiz. Un par de diablos se ganaron su confianza, compartiendo tardes de alcohol y vinilos en la barra de un bar. Descubrieron que era un tipo listo, pero carecía de aspiraciones en su vida. Una buena mañana lo echaron en falta en la fábrica; había encontrado un nuevo oficio. Ahora trabajaba de noche, a veces llegaba manchado de sangre, decía que era del matadero y nadie más hacía preguntas. Con el tiempo empezó a medir sus palabras, hasta hacer que la gente olvidara su tono de voz. Esto lo hizo aún más irresistible para ella.

Nunca hablaban del tiempo que estaban fuera, alejados el uno del otro, no hacían planes, siempre improvisaban y el futuro no existía para ellos, por eso su primer año llegó sin darse cuenta, y parecían conocerse al detalle. Ella supo que fue engañada un par de veces, una antigua relación que a él le costaba acabar. Pero no se enfadó, pues nunca buscó a un santo. Sin embargo, al caer la noche, se convertía en el brazo ejecutor de elaboradas venganzas. Quizás su camino había terminado, quizás todo había cambiado. Con ella, era mejor disfrutar ahora, no tratar de comprender nada y nunca pensar en el mañana.

Creo que lo importante de todos estos detalles es que ambos formaban una buena pareja.

Texto e ilustración
Juanjo Megías 2011